CONEJO AL AJILLO

Como Alicia, yo seguía a mi madre llena siempre de curiosidad y por supuesto también me llevó a ése “país de las maravillas” que era su cocina. A través de sus platos, de sus recetas, me hizo descubrir un mundo increíble, fantástico, donde imperaba la tradición, las técnicas culinarias aprendidas de sus mayores de generación en generación y que una vez más comparto con quienes visitan mi blog.
Aunque algunas de ellas, quedaran grabadas en mi recuerdo como una experiencia poco agradable y que en el caso que nos ocupa, no pudiera comer carne de conejo durante muchos, muchísimos años. Les cuento por qué.
Eran aquellos años, finales de los 50, principio de los 60, cuando mi padre conductor de los autobuses Suburbanos, en una travesía de tres horas, cada tarde desde Málaga capital hacía el trayecto hasta Periana, precioso pueblo de la Alta Axarquía. Tenía que hacer noche y volver con sus viajeros hacia la capital malagueña casi de madrugada.
En aquella época, no existían más que uno o dos coches en aquella zona y no todo el mundo podía viajar, bien por motivos económicos o por tiempo, cuando tenían una necesidad imperiosa; por lo que mi padre por su carácter abierto, su forma de ser, su amabilidad, su generosidad nunca jamás decía que no a un favor. Ayudaba a todo el mundo dentro de sus posibilidades, se convirtió en un “recadero” de los que le conocían y los que no también, lo que hizo de él un personaje muy querido y recordado hoy en día a pesar de los más de 50 años que han transcurrido desde entonces.
Raro era el día que no aparecía en casa con algún regalo en señal de agradecimiento, desde una caja de las mejores uvas moscatel, con los mejores “duraznos” de Periana (melocotones autóctonos), con un saco de aceitunas o de almendras que mi madre y yo partíamos arrodilladas en el lavadero e incluso algún que otro animal vivo, como aquel hermoso y precioso conejo blanco como la nieve, con unos ojos rojos de mirada intensa.
Le recuerdo especialmente, porque aquél conejo se acomodó en mi casa como si fuera suya, se convirtió en mi protegido, alimentándolo con zanahorias y hojas frescas, pidiendo, rogando que no lo sacrificaran. Era “mi” mascota.
Un día volvía del colegio y no lo encontré bajo la pila de lavar, no estaba detrás de la orza de aceitunas “aliñás” ni tras el saco de patatas, le busqué hasta que mi madre me contó, que mi padre le dio un fuerte golpe con el dorso de la mayo en la cabeza y que tenía que servir su carne para alimentarnos; por lo que debía ayudarla para prepararlo.
Con mis manos agarré sus patas, me costaba sujetarlo, era grande y pesado. Sube para arriba me decía ella mientras lo despellejaba y lo preparaba con el arte y la técnica culinaria de una gran cocinera.
Aquel conejo blanco me hizo descubrir la realidad, dura quizás, de un punto importante de la alimentación, que los animales ya sean terrestres, del aire o de la mar: que son seres vivos. Que debemos saber que lo que comemos, no es tal y como nos los presentan en los supermercados, en los mercados, seres inertes e inmóviles y que aunque nos cueste y algunas veces no nos guste, debemos hacer ver a nuestros hijos la realidad de la alimentación del ser humano, cuando es omnívoro, como es el caso de la tradición culinaria de nuestro país.
El conejo concretamente está en nuestra dieta desde tiempos inmemoriables; ya los fenicios hace más de tres mil años, cuando llegaron a nuestra Peninsula, debido a la abundancia de éstos roedores, simpáticos saltarines, llamaron a nuestro país “isesaphanim” o “ I sepan in”, dialecto fenicio que hablaban en Cartago, que más o menos significa “isla o costa de los conejos” palabra que derivó a “Hispania” y evolucionó a “Spania” con el paso de los siglos. Tenían la teoría de que nuestro país era una isla.
Siendo para la milenaria civilización egipcia una de las carnes más apreciadas y consumidas por la corte faraónica, especialmente en los grandes festejos, llegando ésta tradición al pueblo romano, quienes allá por el siglo I antes de nuestra era, el poeta Catulo, se refería a nuestra tierra como “Cuniculosa Celtiberia” (la Celtiberia conejera). Prueba inequívoca de que tan bonito animal era casi un emblema, son las monedas que mandó acuñar Adriano (Emperador romano del 117 al 138 d.C., nacido en Sevilla) donde como imagen de España, puso un conejo o bien una dama sentada con un conejo a sus pies.
Y como antaño, sigue siendo una de las carnes más apreciadas por mi familia, consumida en mi cocina, realizando multitud de recetas que pueden encontrar visitando mi blog. Hoy, una de las más tradicionales: CONEJO AL AJILLO
¿CÓMO LA HICE?
INGREDIENTES:
una cabeza de ajo, un vaso de vino blanco (uso fino amontillado), aceite de oliva virgen extra, sal, 6 granos de pimienta negra, cuatro hojas de laurel, tomillo fresco y un vaso de agua.
LOS PASOS A SEGUIR:
En una cazuela echar aceite de oliva de forma que cubra el fondo e incorporar los dientes de ajo (algunos troceados sin piel, otros enteros haciéndoles un corte en el centro), las hojas de laurel y la pimienta negra. Y a fuego medio, dejar dorar los ajos sin que se lleguen a quemar.
Incorporar el conejo troceado, añadiendo el tomillo al que le hemos quitado previamente las ramitas, salar al gusto e ir rehogando hasta conseguir que se doren, removiendo todos los ingredientes.
Añadir el vino llevar a ebullición durante unos minutos, incorporando a continuación el agua y dejar cocinar hasta comprobar que la carne está tierna.
Retirar del fuego y servir. Personalmente lo acompaño con patatas fritas.
¡¡ Buen provecho !!
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