TARTAR DE ATÚN Y MELÓN CON CREMA DE MELÓN
la Virgen de la Cueva,
los pajaritos cantan,
las nubes se levantan.
¡Que sí, que no!,
¡que caiga un chaparrón!.......
Un día como el de hoy, con un cielo gris plomizo a finales de Agosto, sin nubes comenzó a caer una fina lluvia, pausada, lenta que no nos hacía presagiar lo que ocurriría pocas horas después. Llovía con fuerza, subía el nivel de la mar y los riachuelos secos, llenos de cañaverales que bajaban de los montes y abrazaban cada calle, casi sin darnos cuenta, poco a poco se iban llenando de agua torrentera, de lodo, arrastrando todo lo que encontraban a su paso
Yo aún contaba con unos tres años, y las imágenes quedaron fotografiadas en mi mente. Cierro los ojos pero veo la correntera de agua color marrón rojizo bajando impetuosa por la Calle del Mar, golpeando con fuerza todo lo que se encontraban a su paso, chocando contra los muros del paso a nivel, arrastrando árboles, ramas, cañas y todo lo que encontrara a su paso hasta llegar al mar.
Vivíamos en la planta baja de El Paso a Nivel de El Palo, mis abuelos paternos eran guarda raíles y controlaban el paso a nivel en ésta barriada malagueña. Las “riás” eran frecuentes en aquellos años finales de los 50 del pasado siglo. Y aunque desde nuestra puerta, había una considerable altura (o a mí me lo parecía) hasta la calle sin asfaltar, tenía como la gran mayoría de las casas, una guía hecha de obra para meter una madera que pudiera soportar la “riá”.
Y aquél año, aquella ríada de finales de Agosto, lo que arrastraba el agua eran melones. Y mi madre, ni corta ni perezosa, se arrodilló en el escalón de la pequeña acera e iba recogiendo los que podía con sus dos manos. Yo detrás, tras la madera de mi puerta, a escasísimos metros de ella, escuchaba el rumor embravecido de las aguas mientras miraba, asombrada y a la vez asustada, a mi madre “pescando” aquellos verdes melones que unas pocas horas antes el melonero vendía en las Cuatro Esquinas de El Palo.
Como cada año, en aquella acera acudían los meloneros que habían plantado sus reales en los pueblos del interior, probablemente desde Benamejí en Córdoba, donde por lo que siempre escuché, se daban los mejores melones, de Junio a Septiembre, generalmente le acompañaba la familia, y así se convertían en unos vecinos más, quienes nunca abandonaban la montonera de melones, quedándose a dormir junto a ellos y vendiendo sus melones, en ésos puestos hechos con palos y cañas, resguardados del implacable sol veraniego andaluz por un techado de hojas secas, con los blancos botijos colgados, donde nada más acercarse te llegaba el olor dulzón de su mercancía, dulces melones amarillos, verdes oscuros (los riquísimos melones llamados piel de sapo) y las hermosas sandías verde oscuras por fuera y de un intenso color rojo con sus semillas cual lunares negros, fiel reflejo para un traje de gitana andaluz.
¿Se lo calo?....preguntaba el vendedor, de piel morena, tostada por los rayos del sol a pesar de su sombrero de paja…. Y a continuación hacía una pequeña cuña, triangular y la daba a probar…con la seguridad, de que una vez “calado” el cliente lo compraría. Esa era la costumbre, puro “marketing” ancestral.
Y daba a probar ése trozo del apreciado melón con su sorpresa dentro, haciendo ver al comprador que sus frutos eran dulces, que no estaba verde, ni demasiado maduro. Y en ese sentido el melonero se convertía cada verano en una figura de fiar, tan de fiar que admitía la devolución del óvalo que había que catar para dejarse emocionar por tan sabroso sabor, o para dejarse desilusionar si el gusto recordaba más al pepino .
De aquella costumbre el refrán tan español: ¡Te tengo “calao” como a los melones¡
Y ése día de cielo gris, encapotado, de finales de Agosto, diluvió y el melonero se quedó sin melones, los arrastró la riada al igual que todos sus enseres, llegando a la mar, pero antes, algunos de ellos los recogió mi madre de la torrentera de aquel río que los antiguos paleños hizo calle; ella de rodilla, los agarraba con sus dos manos, dejándolos a su espalda ante los sorprendidos ojos de una niña que no podía dejar de mirar echada sobre el quicio de la puerta.
Y ésa niña sigue hoy buscando los sabores de antaño, de los melones madurados al Sol, los de temporada, los de toda la vida, los del terreno y cercanía, dejando volvar mi imaginación, innovando y mezclando con productos pensando que no sólo pueda saborearse como postre, también como primer plato.
TARTAR DE ATÚN Y MELÓN CON CREMA DE MELÓN.
¿CÓMO LO HICE?
INGREDIENTES:
250 grms. de atún fresco, cuatro rodajas de melón, sal, pimienta negra recién molida, aceite de oliva virgen extra, un limón, un trozo pequeño de cebolla blanca dulce, la miga de un trozo de pan blanco, unas hojas de cilantro fresco y huevas de mujjol para decorar. Y una flor pequeña comestible (se puede encontrar en las grandes superficies).
LOS PASOS A SEGUIR:
Cortar en trozos pequeños el atún y la mitad del melón y dejarlos marinar en el frigorífico junto con el zumo de medio limón y dos cucharadas soperas de aceite de oliva virgen extra. Removiendo bien todo el conjunto.
Mientras el resto de melón ponerlos en el vaso de la batidora, salar al gusto, añadir el zumo del otro medio limón, la miga de pan y un chorreón de aceite de oliva virgen extra, batiendo hasta conseguir una crema lo más fina posible. Rectificando hasta conseguir la densidad que gusten. (personalmente prefiero un poco espesa)
Sacar el atún y el melón marinados del frigorífico, añadir la cebolla y la ralladura de limón, las hojas de cilantro hechas trocitos, salpimentar al gusto y remover bien a fin de que se integren todos los ingredientes uniformemente.
Para servir, colocar un molde en el centro de un plato hondo (sopero) y rellenar con el tartar de atún y melón.
Cuando quiten el molde, colocar encima una cucharada mediana de huevas de mújol, decorar con una flor y echar alrededor la crema de melón.
Sé que les gustará tanto, tanto como a mi y mis comensales.
Feliz fin de Agosto, seguiremos en Septiembre. ¿Me acompañarán?
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